Otro gran poema monárquico es 11,1-9. Se divide fácilmente en dos partes (1-5 y 6-9), que se acostumbran atribuir a distintos autores; pero forman un hermoso díptico y sería injusto desmembrarlo.
1 Saldrá un renuevo del tocón de Jesé,
y de su raíz brotará un vástago.
2 Sobre él se posará el espíritu del Señor:
espíritu de prudencia y sabiduría,
espíritu de consejo y valentía,
espíritu de conocimiento y respeto del Señor.
3 No juzgará por apariencias
ni sentenciará sólo de oídas;
4 juzgará a los pobres con justicia,
con rectitud a los desamparados.
Ejecutará al violento con la vara de su boca,
y al malvado con el aliento de sus labios.
5 La justicia será cinturón de sus lomos
y la lealtad cinturón de sus caderas.
6 Habitará el lobo con el cordero,
la pantera se tumbará con el cabrito,
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea.
7 La vaca pastará con el oso,
sus crías se tumbarán juntas;
el león comerá paja con el buey.
8 El niño jugará en la hura del áspid,
la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente.
9 No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo:
porque está lleno el país del conocimiento del Señor,
como las aguas colman el mar.
Diversos artistas se han ocupado durante siglos de este poema, aunque fijándose en aspectos concretos, sin advertir la unidad de las partes. Aunque literariamente lo dividimos en dos secciones, pictóricamente habría que desarrollarlo en un tríptico, que se leyese o viese de izquierda a derecha.
La tabla de la izquierda debería representar un bosque talado, suelo lleno de ramas muertas, fondo oscuro; en primer plano, un tronco más grueso e importante, también cortado casi a ras de tierra, del que brota, como único signo de esperanza, un renuevo. El pintor medieval, con su pedagógica ingenuidad, habría orlado este tronco con una sola palabra: "Jesé".
La tabla central nos traslada a años más tarde. El renuevo de Jesé ha olvidado su condición vegetal para convertirse en un rey majestuoso. Podemos imaginarlo sentado en su trono. Sobre él, el espíritu del Señor le envía sus dones. ¿Cómo lo representaría el pintor? ¿Con lenguas de fuego, como sugiere Lucas? ¿Como una paloma de la que irradian seis rayos? Dejémosle libertad de elegir. Una vez más, recurrirá a sus queridas orlas para dejar claros los dones que el Espíritu da al rey: prudencia, sabiduría, consejo, valentía, conocimiento, respeto del Señor. Quizá, inspirado por la Vulgata, quiera redondear el número de siete. Pero obliguemos a nuestro pintor a atenerse al texto hebreo. Muy importante es lo que debe representar al pie del trono. Dos grupos de personas muy distintos. Pobres y desamparados; gente violenta y malvada. El artista dejará intuir que el rey reprime duramente a los segundos para juzgar rectamente a los primeros.
La tabla de la derecha representa el fruto de esa recta administración de la justicia: el mundo se convierte en un paraiso. El pintor puede explayarse. Nada más atrayente que dibujar multitud de animales en medio de verdes prados y montañas que se alejan en el horizonte. Sólo una cosa deberá tener presen¬te. Tendrá que colocar juntos parejas de animales fuertes y débiles, sangrientos y temerosos, conviviendo sin sobresaltos: el lobo con el cordero, la pantera con el cabrito, el novillo con el león, la vaca con el oso, otro león con el buey. Y un niño jugando con la serpiente, metiendo la mano en su escondrijo.
Explico las imágenes anteriores. El poema arranca hablando de un renuevo que brota del tocón de Jesé. Esta imagen sólo podemos captarla en todo su contenido si recordamos los versos anteriores (10,33-34). Dios se ha situado frente al bosque de Judá, ha desgajado el ramaje, derribó los troncos corpulentos, cortó con el hacha la espesura. Los árboles cayeron uno a uno, sin vida, como imagen potente de la destrucción de Judá y de sus instituciones. Pero en esta naturaleza muerta reverdece la vida. Del tocón de Jesé, sepultado hace siglos, brotará un vástago. Estas imágenes vegetales aluden aparentemente a la "semilla santa" de 6,13. Pero lo importante no es el simple renacer de la vida, sino el que esa vida está impregnada por el Espíritu de Dios. En tres binas se describen las cualidades del jefe futuro: prudencia y sabiduría, consejo y valentía, conocimiento y respeto del Señor. Las dos primeras presentan, con palabras casi idénti¬cas, las mismas cualidades indicadas por los nombres de 9,5. La última bina parece situarnos en un ámbito distinto, más íntimo, de relación personal entre el rey y Dios: "espíritu de conocimiento y respeto del Señor". Sin embargo, más que caer en una interpretación intimista, debemos relacionar esta afirmación con lo que sigue. En numerosos textos bíblicos, el conocimiento de Dios se manifiesta expresamente en la práctica de la justicia en favor de los más débiles. Y eso es lo que dicen los vv.3-5. Aquí el problema no es internacional; el enemigo no es una potencia invasora, como ocurría en 9,1-6. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey, cumpliendo el ideal propuesto por el Sal 72, dedicará todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.
Y se da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo reim¬plantar en la tierra una situación paradisíaca. Es lo que afirman los versos 6-9, utilizando imágenes del mundo animal. Estos versos van creando heterogéneas parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito, novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Porque nos encontramos en el paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana ("el león comerá paja con el buey"), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo admirable de la unión y concordia entre todos aparece ese pastor infantil de lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Es lo que quiere decir el poeta con estas imágenes mitológicas. Y todo ello gracias a que "está lleno el país del conocimiento del Señor". Un don nuevo, inimaginable, en enérgico contraste con el de un pueblo que no entiende ni conoce (6,9-10). Es incluso una superación del paraíso. Porque ahora no habrá que anhelar comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos; inunda la tierra como las aguas inundan el mar.
Este poema (11,1-9) difiere en puntos importantes del anterior (9,1-6). Ante todo, porque la monarquía parece no existir ya. Se da por supuesto que la dinastía davídica ha sido talada, aunque se prometa su continuidad en un futuro. Esto nos sitúa en la época posterior al año 586. Quizá la esperanza de restauración fuese formulada durante el exilio o en los años finales del siglo VI, durante el gobierno de Zorobabel. Por otra parte, este poema no se centra tanto en la obra portentosa de Dios cuanto en la aportación del soberano a un mundo más justo. Y su obra se limita exclusivamente a la administración de la justicia. Leyendo este poema en el trasfondo de los capítulo 6-12 podemos considerarlo el desarrollo y culminación de la idea expuesta en 9,6: tras la desaparición de la guerra y del invasor, lo único importante es que no existan nuevas víctimas de una violencia interna.
Se impone de nuevo la pregunta: ¿habla el profeta de un rey histórico concreto o de un excelso personaje futuro? Gressmann, uno de los mayores defensores de la segunda opinión, se expresa del modo siguiente: "Este Mesías es un semidiós. Inspirado por el Espíritu de Yahvé, posee una ciencia y un poder divinos. Mientras el juez humano decide por lo que ve y oye, el Mesías se halla por encima de eso; penetra directamente los corazones de los hombres, como Dios, y su sentencia es infalible. No precisa cetro, ni guardias, ni verdugo para que se cumplan sus decisiones; basta una palabra de su boca para acabar con el malvado. El príncipe humano se ciñe la cintura con la espada o "abstractum pro concreto) de valor; por el contrario, las armas del Mesías son la fidelidad y la justicia" (Der Messias, 247). En la misma línea escribe Feuillet: "Este príncipe del que habla Isaías difiere mucho de los reyes ordinarios (...) su reino provoca la conversión moral de la humanidad (...) se trata de una vuelta a la inocencia y a la armonía perfectas" (Le messianisme, 226).
Sin embargo, de nuevo debemos recordar el lenguaje cortesano, inspirado en la ideología sobre la monarquía sacral. Todo esto podía decirse, de hecho se decía, de un rey cualquiera. La gran aportación de este texto es que acentúa el compromiso del rey futuro con la administración de la justicia, igual que el Salmo 72. No tiene nada de raro que el Salmo 17 de Salomón, al esbozar la imagen del descendiente de David, le dé tanta importancia a este tema.
En cambio, los autores del Nuevo Testamento casi no citan este poema. 2 Tes 2,8 aplica Is 11,4 a la victoria escatológica de Jesús sobre el "impío". Las otras pretendidas alusiones son muy vagas y discutibles. Tampoco esto debe extrañarnos. La actividad de Jesús no se adecuaba a la descripción que ofrece el poema. Él no actuó como monarca que reprime a los violentos y salva a los débiles. Incluso fue víctima de un tribunal injusto. Con sus palabras y sus obras no trajo el paraiso a la tierra: el lobo sigue devorando al cordero y el león no se ha vuelto vegeta¬riano.
Franz Delitzsch, refiriéndose a los poemas que hemos estudiado hasta ahora (Is 7,10-17; 9,1-6 y 11,1-9) hablaba de "la gran trilogía de las profecías mesiánicas" (Messianische Weissagungen, 96). Esta opinión, compartida gustosamente por tantos autores católicos, olvida un hecho esencial: sólo el oráculo de Emmanuel es considerado por Mateo auténtica profecía mesiánica. De los otros dos sólo se recogen datos secundarios o la idea básica, alentada por tantos otros textos, de que el Mesías sería un descendiente de David.
La tabla central nos traslada a años más tarde. El renuevo de Jesé ha olvidado su condición vegetal para convertirse en un rey majestuoso. Podemos imaginarlo sentado en su trono. Sobre él, el espíritu del Señor le envía sus dones. ¿Cómo lo representaría el pintor? ¿Con lenguas de fuego, como sugiere Lucas? ¿Como una paloma de la que irradian seis rayos? Dejémosle libertad de elegir. Una vez más, recurrirá a sus queridas orlas para dejar claros los dones que el Espíritu da al rey: prudencia, sabiduría, consejo, valentía, conocimiento, respeto del Señor. Quizá, inspirado por la Vulgata, quiera redondear el número de siete. Pero obliguemos a nuestro pintor a atenerse al texto hebreo. Muy importante es lo que debe representar al pie del trono. Dos grupos de personas muy distintos. Pobres y desamparados; gente violenta y malvada. El artista dejará intuir que el rey reprime duramente a los segundos para juzgar rectamente a los primeros.
La tabla de la derecha representa el fruto de esa recta administración de la justicia: el mundo se convierte en un paraiso. El pintor puede explayarse. Nada más atrayente que dibujar multitud de animales en medio de verdes prados y montañas que se alejan en el horizonte. Sólo una cosa deberá tener presen¬te. Tendrá que colocar juntos parejas de animales fuertes y débiles, sangrientos y temerosos, conviviendo sin sobresaltos: el lobo con el cordero, la pantera con el cabrito, el novillo con el león, la vaca con el oso, otro león con el buey. Y un niño jugando con la serpiente, metiendo la mano en su escondrijo.
Explico las imágenes anteriores. El poema arranca hablando de un renuevo que brota del tocón de Jesé. Esta imagen sólo podemos captarla en todo su contenido si recordamos los versos anteriores (10,33-34). Dios se ha situado frente al bosque de Judá, ha desgajado el ramaje, derribó los troncos corpulentos, cortó con el hacha la espesura. Los árboles cayeron uno a uno, sin vida, como imagen potente de la destrucción de Judá y de sus instituciones. Pero en esta naturaleza muerta reverdece la vida. Del tocón de Jesé, sepultado hace siglos, brotará un vástago. Estas imágenes vegetales aluden aparentemente a la "semilla santa" de 6,13. Pero lo importante no es el simple renacer de la vida, sino el que esa vida está impregnada por el Espíritu de Dios. En tres binas se describen las cualidades del jefe futuro: prudencia y sabiduría, consejo y valentía, conocimiento y respeto del Señor. Las dos primeras presentan, con palabras casi idénti¬cas, las mismas cualidades indicadas por los nombres de 9,5. La última bina parece situarnos en un ámbito distinto, más íntimo, de relación personal entre el rey y Dios: "espíritu de conocimiento y respeto del Señor". Sin embargo, más que caer en una interpretación intimista, debemos relacionar esta afirmación con lo que sigue. En numerosos textos bíblicos, el conocimiento de Dios se manifiesta expresamente en la práctica de la justicia en favor de los más débiles. Y eso es lo que dicen los vv.3-5. Aquí el problema no es internacional; el enemigo no es una potencia invasora, como ocurría en 9,1-6. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey, cumpliendo el ideal propuesto por el Sal 72, dedicará todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.
Y se da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo reim¬plantar en la tierra una situación paradisíaca. Es lo que afirman los versos 6-9, utilizando imágenes del mundo animal. Estos versos van creando heterogéneas parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito, novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Porque nos encontramos en el paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana ("el león comerá paja con el buey"), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo admirable de la unión y concordia entre todos aparece ese pastor infantil de lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Es lo que quiere decir el poeta con estas imágenes mitológicas. Y todo ello gracias a que "está lleno el país del conocimiento del Señor". Un don nuevo, inimaginable, en enérgico contraste con el de un pueblo que no entiende ni conoce (6,9-10). Es incluso una superación del paraíso. Porque ahora no habrá que anhelar comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos; inunda la tierra como las aguas inundan el mar.
Este poema (11,1-9) difiere en puntos importantes del anterior (9,1-6). Ante todo, porque la monarquía parece no existir ya. Se da por supuesto que la dinastía davídica ha sido talada, aunque se prometa su continuidad en un futuro. Esto nos sitúa en la época posterior al año 586. Quizá la esperanza de restauración fuese formulada durante el exilio o en los años finales del siglo VI, durante el gobierno de Zorobabel. Por otra parte, este poema no se centra tanto en la obra portentosa de Dios cuanto en la aportación del soberano a un mundo más justo. Y su obra se limita exclusivamente a la administración de la justicia. Leyendo este poema en el trasfondo de los capítulo 6-12 podemos considerarlo el desarrollo y culminación de la idea expuesta en 9,6: tras la desaparición de la guerra y del invasor, lo único importante es que no existan nuevas víctimas de una violencia interna.
Se impone de nuevo la pregunta: ¿habla el profeta de un rey histórico concreto o de un excelso personaje futuro? Gressmann, uno de los mayores defensores de la segunda opinión, se expresa del modo siguiente: "Este Mesías es un semidiós. Inspirado por el Espíritu de Yahvé, posee una ciencia y un poder divinos. Mientras el juez humano decide por lo que ve y oye, el Mesías se halla por encima de eso; penetra directamente los corazones de los hombres, como Dios, y su sentencia es infalible. No precisa cetro, ni guardias, ni verdugo para que se cumplan sus decisiones; basta una palabra de su boca para acabar con el malvado. El príncipe humano se ciñe la cintura con la espada o "abstractum pro concreto) de valor; por el contrario, las armas del Mesías son la fidelidad y la justicia" (Der Messias, 247). En la misma línea escribe Feuillet: "Este príncipe del que habla Isaías difiere mucho de los reyes ordinarios (...) su reino provoca la conversión moral de la humanidad (...) se trata de una vuelta a la inocencia y a la armonía perfectas" (Le messianisme, 226).
Sin embargo, de nuevo debemos recordar el lenguaje cortesano, inspirado en la ideología sobre la monarquía sacral. Todo esto podía decirse, de hecho se decía, de un rey cualquiera. La gran aportación de este texto es que acentúa el compromiso del rey futuro con la administración de la justicia, igual que el Salmo 72. No tiene nada de raro que el Salmo 17 de Salomón, al esbozar la imagen del descendiente de David, le dé tanta importancia a este tema.
En cambio, los autores del Nuevo Testamento casi no citan este poema. 2 Tes 2,8 aplica Is 11,4 a la victoria escatológica de Jesús sobre el "impío". Las otras pretendidas alusiones son muy vagas y discutibles. Tampoco esto debe extrañarnos. La actividad de Jesús no se adecuaba a la descripción que ofrece el poema. Él no actuó como monarca que reprime a los violentos y salva a los débiles. Incluso fue víctima de un tribunal injusto. Con sus palabras y sus obras no trajo el paraiso a la tierra: el lobo sigue devorando al cordero y el león no se ha vuelto vegeta¬riano.
Franz Delitzsch, refiriéndose a los poemas que hemos estudiado hasta ahora (Is 7,10-17; 9,1-6 y 11,1-9) hablaba de "la gran trilogía de las profecías mesiánicas" (Messianische Weissagungen, 96). Esta opinión, compartida gustosamente por tantos autores católicos, olvida un hecho esencial: sólo el oráculo de Emmanuel es considerado por Mateo auténtica profecía mesiánica. De los otros dos sólo se recogen datos secundarios o la idea básica, alentada por tantos otros textos, de que el Mesías sería un descendiente de David.
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